En el marco del conclave, en la Basílica Vaticana, tuvo lugar la Santa Misa
La misa fue concelebrada por los cardenales electores y
presidida por el decano del Colegio Cardenalicio, Emmo. Card. Giovanni Battista
A continuación publicamos la homilía del Emmo. Card.
Giovanni Battista Re.
Homilía del cardenal Giovanni Battista Re
En los Hechos de los Apóstoles se lee que, después de la
ascensión de Cristo al cielo y en espera de Pentecostés, todos perseveraban
unidos en la oración junto con María, la Madre de Jesús (cf. Hch 1,14).
Es precisamente lo que también nosotros estamos haciendo a
pocas horas del inicio del cónclave, bajo la mirada de la Virgen colocada al
lado del altar, en esta Basílica que se eleva sobre la tumba del apóstol
Pedro.
Notamos como todo el pueblo de Dios está unido a nosotros
con su sentido de fe, su amor al Papa y su confiada esperanza.
Estamos aquí para invocar el auxilio del Espíritu Santo,
para implorar su luz y su fuerza, a fin de que sea elegido el Papa que la
Iglesia y la humanidad necesitan en este momento de la historia tan difícil y
complejo.
Rezar, invocando al Espíritu Santo, es la única actitud
justa y necesaria, mientras los cardenales electores se preparan a un acto de
máxima responsabilidad humana y eclesial, y a una decisión de gran importancia;
un acto humano por el cual se debe abandonar cualquier consideración personal,
y tener en la mente y en el corazón sólo al Dios de Jesucristo y el bien de la
Iglesia y de la humanidad.
En el Evangelio que ha sido proclamado han resonado palabras
que nos conducen al corazón del mensaje-testamento supremo de Jesús, entregado
a sus Apóstoles en la tarde de la última cena en el Cenáculo: «Este es mi
mandamiento: Ámense los unos a los otros, como yo los he amado» (Jn 15,12).
Y para precisar ese “como yo los he amado” e indicar hasta dónde debe llegar
nuestro amor, Jesús afirma a continuación: «No hay amor más grande que dar la
vida por los amigos» (Jn 15,13).
Es el mensaje del amor, que Jesús define mandamiento
“nuevo”. Nuevo porque transforma en positivo y amplía en gran medida la
exhortación del Antiguo Testamento, que decía: “No hagas a los demás lo que no
quisieras que te hagan a ti”.
El amor que Jesús revela no conoce límites y debe
caracterizar los pensamientos y la acción de todos sus discípulos, que en su
conducta siempre deben manifestar un amor auténtico y comprometerse en la
construcción de una nueva civilización, que Pablo VI llamó
“civilización del amor”. El amor es la única fuerza capaz de cambiar el mundo.
Jesús nos ha dado ejemplo de este amor al comienzo de la
última cena con un gesto sorprendente: se abajó al servicio de los demás,
lavando los pies a los Apóstoles, sin discriminaciones, sin excluir a Judas que
lo iba a traicionar.
Este mensaje de Jesús se enlaza con lo que hemos escuchado
en la primera lectura de la Misa, en la que el profeta Isaías nos ha recordado
que la cualidad fundamental de los Pastores es el amor hasta el don total de
sí.
De los textos litúrgicos de esta celebración eucarística nos
llega, por tanto, una invitación al amor fraterno, a la ayuda mutua y al
compromiso por la comunión eclesial y la fraternidad humana universal. Entre
las tareas de todo sucesor de Pedro está la de acrecentar la comunión: comunión
de todos los cristianos con Cristo; comunión de los obispos con el Papa;
comunión entre los obispos. No una comunión autorreferencial, sino dirigida
totalmente a la comunión entre las personas, los pueblos y las culturas,
velando para que la Iglesia sea siempre “casa y escuela de comunión”.
También es fuerte la llamada a mantener la unidad de la
Iglesia en la senda trazada por Cristo a los Apóstoles. La unidad de la Iglesia
es querida por Cristo; una unidad que no significa uniformidad, sino una firme
y profunda comunión en la diversidad, siempre que se mantenga en plena
fidelidad al Evangelio.
Todo Papa sigue encarnando a Pedro y su misión, y de esa
manera representa a Cristo en la tierra; él es la roca sobre la cual se edifica
la Iglesia (cf. Mt 16,18).
La elección del nuevo Papa no es una simple sucesión de
personas, sino que es siempre el apóstol Pedro que regresa.
Los cardenales electores expresarán su voto en la Capilla
Sixtina, donde —como dice la Constitución apostólica Universi
dominici gregis— «todo contribuye a hacer más viva la presencia de
Dios, ante el cual cada uno deberá presentarse un día para ser juzgado».
En Tríptico Romano, el Papa Juan Pablo II expresaba
el deseo de que, en las horas de la gran decisión mediante el voto, la
majestuosa imagen de Miguel Ángel que representa a Jesús Juez recordase a cada
uno la grandeza de la responsabilidad de poner las “soberanas llaves” (Dante)
en las manos adecuadas.
Recemos, por tanto, para que el Espíritu Santo, que en los
últimos cien años nos ha dado una serie de Pontífices verdaderamente santos y
grandes, nos regale un nuevo Papa según el corazón de Dios para el bien de la
Iglesia y de la humanidad.
Recemos para que Dios conceda a la Iglesia el Papa que mejor
sepa despertar las conciencias de todos y las fuerzas morales y espirituales en
la sociedad actual, caracterizada por un gran progreso tecnológico, pero que
tiende a olvidarse de Dios.
El mundo de hoy espera mucho de la Iglesia para la tutela de
esos valores fundamentales, humanos y espirituales, sin los cuales la
convivencia humana no será mejor ni portadora de bien para las generaciones
futuras.
Que la Bienaventurada Virgen María, Madre de la Iglesia,
intervenga con su intercesión maternal, para que el Espíritu Santo ilumine las
mentes de los cardenales electores y los haga concordes en la elección del Papa
que necesita nuestro tiempo.
